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lunes, 12 de noviembre de 2012

Lectura: nivel B1

Te proponemos un cuento para que ejercites tu comprensión de lectura. Después de leerlo, responde a las preguntas. 


VOCES



Juan Ramón decidió reconstruir la escena de la consulta justamente como en un montaje teatral. O así, al menos, yo lo imaginé: la mujer y el niño, formalitos, sentados frente a su fino escritorio de caoba; él, en impecable bata blanca, haciendo anotaciones en una ficha de historia clínica nueva.
– No sé qué hacer con mi hijo, doctor –dijo ella –. Pero tengo la esperanza de que usted me ayudará  a solucionar su problema.
– ¿Problema de garganta o de oído?
– De oído.
– ¿Qué es lo que le pasa?
– No oye bien, doctor. O mejor dicho, puede oír unas cosas y otras no las oye... Al principio, por supuesto, pensé que se conducía así por pura malcriadez. Pero ahora, no sé cómo decirlo... Me parece que hay cosas que él realmente no alcanza a oír.
El niño, callado y con las manitos entrelazadas, miraba de reojo a su madre.
Juan Ramón iba a proseguir con su rutinario interrogatorio preliminar, pero se detuvo en seco e impulsivamente se incorporó de su asiento y se aproximó al niño, a fin de cuchichearle algo al oído.
Luego, le preguntó:
– ¿Has escuchado lo que te dije?
– Sí – murmuró el niño.
– ¿Qué te dije?
– Me has dicho: “Los enanitos tienen patas rojas”.
Juan Ramón le guiñó un ojo:
– Es correcto – dijo, y volviéndose un segundo hacia la madre, acotó –: No es un problema de baja audición.
El niño le parecía normal en sus reacciones al diálogo que los tres sostenían, pero a ratos lo percibía hostil y hasta atemorizado. Como si ellos lo quisieran molestar, como si no le gustara el mundo de los adultos. Sea como fuere, sabía muy bien que el único camino para formarse una opinión demandaba otras pruebas: examinarlo con el videotoscopio o hacerle una audimetría. Aquello le tomaría cierto tiempo. Se dirigió sin dilación hacia un recodo del consultorio, dispuesto a alistar su instrumental. Y mientras tanto, prosiguió distraídamente su interrogatorio, desgranando preguntas, acopiando toda suerte de datos sobre su joven paciente.
La mujer, muy aplicada, daba las respuestas. El niño no sufría enfermedades crónicas, nunca había padecido de otitis, no oía música en walkman y no registraba antecedentes familiares de sordera. Juan Ramón, a cada respuesta, iba descartando posibles causales. Hasta que, en una de esas, la mujer soltó lgo que no venía al caso. Afirmó que el padre del niño, que había fallecido hacía dos años, tenía pie plano, y que eso lo había heredado su hijo.
Juan Ramón paró la oreja, como si ese comentario estuviera repleto de secretos, y advirtió que el niño se miraba los pies. Luego, concentrándose otra vez, o simulando que se concentraba en la conexión del cable de su linternilla, sufrió un leve acceso de tos.
– Hay una pregunta que no le he hecho – dijo entonces, lentamente. – ¿Puede decirme qué es lo que su hijo oye y qué es lo que no oye?
La mujer levantó la barbilla para responder:
– Lo que oye no tiene importancia, doctor. Escucha perfectamente la televisión, los ruidos de la calle, y a usted o a mí cuando le hablamos. Me inquieta más bien lo que no oye. Nunca obedece lo que le dice mi madre, ni tampoco lo que le dice mi padre –y dirigiéndose al niño –: ¿Es cierto lo que digo o no?
– Sí – dijo el niño, enfurruñado.
– ¿Y por qué no lo haces? – insistió la mujer.
– Porque no los oigo – dijo el niño.
– Ya ve, doctor. Dice que no los oye.
Juan Ramón se vio obligado a intervenir:
– ¿Por qué no oyes a tus abuelos? – indagó –. ¿Acaso hablan muy bajito?
– No lo sé –dijo el niño.
– ¿No te llevas bien con ellos?
– No lo sé – repitió –. No los oigo.
La mujer meneó enérgicamente la cabeza, como dando a entender que todo lo que le ocurría a su hijo la estaba poniendo muy nerviosa.
Procurando calmarla, Juan Ramón se volvió esta vez hacia ella:
– ¿Y usted vive hace mucho con sus padres? – preguntó.
– Sí, desde que enviudé – dijo ella –. Entonces regresé a la casa de mis padres. Eso habrá sido tres meses antes del accidente.
– ¿De qué accidente?
– Del accidente de mis padres – la mujer hablaba ahora más tranquila. Su hijo, que ya no se miraba los pies, había puesto una de sus manitos sobre el regazo materno –. Mis padres fallecieron en un accidente hace un año.
Juan Ramón la observó en silencio, presa de un ligero temblor, como si una ventana se hubiera abierto de pronto dejando entrar un viento helado.
– Pero yo hablo con ellos todos los días, doctor – prosiguió ella –. A la hora del desayuno, antes de salir a trabajar, y también en las noches, antes de irnos a dormir. En casa todos vemos juntos la televisión y charlamos animadamente largo rato. Mis padres son muy conversadores. ¡Pero este chico ni caso les hace!

(Adaptado de Voces, Fernando Ampuero. Chile)


Preguntas:

1. En el texto se dice que el doctor susurró al niño unas palabras que…

a) El niño interpretó a su manera.
b) El niño no pudo oír por dificultades de audición.
c) El niño repitió de forma correcta.

2. El doctor ante la preocupación de la madre por la salud del niño…

a) Le realizó varios análisis médicos
b) Comprobó su historial para buscar antiguas dolencias
c) Puso música para observar la reacción del niño

3. Según el texto, para la madre el verdadero problema auditivo del niño era que…

a) Oía mal por una enfermedad heredada de su padre.
b) Oía solo a determinadas personas.
c) No sabía explicar lo que podía oír.

4. Después de la muerte del marido, la madre  y el niño vivían …

a) En el pueblo de donde creció
b)Con sus suegros
b)En casa de los padres de ella

5. El giro final del texto implica que…

a) La madre no había superado la muerte de sus seres queridos.
b) El niño no había aceptado el fallecimiento de su padre.
c) La madre no sabía cómo educar a su hijo.



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